martes, 3 de noviembre de 2009

La llegada del otoño


A veces, como hoy, siento que la realidad se me viene encima. Yo quería hablar de Colima. Me gustan sus días nublados porque extraño profundamente sus días de sol. Cada vez me gusta más Colima, aunque cada vez me peleo más con Colima. Antes, recuerdo, era una odisea caminar desde Sevilla del Río hasta el centro de la ciudad: yo tenía 10 años y la oscuridad de los lotes baldíos me invitaba a correr. Hoy, ese mismo recorrido es un paseo dominical. Si uno camina por esa ruta encuentra el largo aparador de restaurantes nuevos. Sentados por ahí, grupos de muchachos al margen de los días, de sus días. La lluvia amenaza con sereno y el calor se esconde debajo de las frondas cada vez más verdes de las parotas que te miran de lejos, despidiendo algo, alguien.

Pero también pensé en la maldita realidad virtual que termina por fascinarme. Eso que falsamente han llamado redes sociales, y es el intercambio ocioso de fotografías, tartamudeos, frases entrecortadas, guiños. Nada es real. La realidad virtual sería la hiperrealización de una teoría más veloz a nuestros conceptos. Un proyecto increíble nunca concretado, y que tal vez contenga en su irrealización sus armas de seducción. Algo parecido a lo real, dirigido a otro sitio de lo real, que nos deja la tristeza de lo que no esperábamos. Des ilusión. Sólo vemos el espejismo de una fe aturdida. Ese es su estado crítico, probablemente el único que nos queda. Nadie negará, el más novedoso.

Sandra piensa en los amigos y su estado ambiguo. Digamos, era una fiesta, los eclipses, los soles, las estrellas. Podríamos describir a todos los amigos reunidos en ese lugar. Su manera de apagarse, de agolparse unos sobre otros, de odiarse sordamente. Ella no quiere aceptarlo pero piensa en la condición humana, eso hasta que una cita de Rumi, creo, me da la razón: estamos habitados no por uno sino por cientos de animales que cambian de piel y nombre todos los días, que cambian de día todas las pieles y se transforman y prevalecen y ya no son tampoco los mismos. Y sin embargo, ¿cómo no querer todo el bosque, o el mar, o la selva, o el enjambre, o la trinchera que habitamos sin reconocer que somos lo mismo de otro modo?

Claro, en algún momento imaginé los viajes. La parte que se va y la que se queda tienen un diálogo disfuncional. El problema es que en medio está uno, contemplando la imposibilidad ser uno, porque el que está por irse mira un horizonte tan amplio que termina por absorberlo; y la parte que se queda ve uno tan pequeño que termina por angustiarlo. Es imposible mantenerse con cierta firmeza sin pasar ratos de desmoronamiento. Uno levanta los pedazos que le quedan para tejer con ellos el traje matutino de los días.

Sin embargo, me gusta aquella historia escrita por tantas voces y tantas tragedias que es un coro griego, hasta la presentación del sorprendente actor que logra la carcajada general de la audiencia. El momento de la risa se confunde con el coro de llantos; el momento de los llantos se vuelve, así de pronto, la risa.

Todo eso, y también la llegada del otoño.

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