sábado, 29 de enero de 2011

Una revolución inconclusa, una revolución evanescente

La Revolución Mexicana fue un gran movimiento simbólico, lleno de acontecimientos icónicos que tienen una cronología pletórica de sentidos, desde la muerte de algunos de los intelectuales fieles a Porfirio Díaz en 1910, el mismo año que los trabajadores del subsuelo del norte del país, los mineros de Cananea, se alzaron en armas. En él también participaron una serie de caudillos que enarbolaron un difuso principio ideológico, cercano a movimientos de dogma y fe. Una posible conclusión al movimiento armado de la Revolución fue la populosa, antes que fáustica, fila de personas que, en cumplimiento a las peticiones del presidente Lázaro El Tata Cárdenas, entregaba pertenencias de su patrimonio para que el Estado pudiera adquirir “el patrimonio de México”, con la estatización del petróleo.

La imagen parece encarnar toda la iconología difusa de la Revolución Mexicana: la sociedad entrega sus bienes para que la nación legitime sus propios bienes, que son los bienes de la nación no de la sociedad. Vista así, se trata no sólo de una revolución mesiánica, urgida de figuras tutelares, que debe sostener la posición magnánima del Estado, único ámbito en verdad privilegiado dentro de toda la escala histórico-social. Esta fe supone la mayor de las fantasías: a través del sacrificio propio se alimenta el sueño de la tribu; la ilusión de que, en algún momento, todos seremos el Estado al que sostenemos.

Durante todo el siglo XX, el dominio simbólico de la Revolución fue, diríamos, absoluto. Al menos hasta que un nuevo símbolo se erigió en esta casa de espejos, la pérdida de la presidencia por parte del Partido Revolucionario Institucional en el año 2000, al inicio del nuevo siglo y la clausura del anterior. Hasta entonces, la Revolución alcanzó todos los sectores, incluso aquellos que pertenecían al viejo régimen porfirista. Incluso los grupos privilegiados del Porfirismo, la protohistoria del partido absoluto en el poder, disintieron de sus membretes de oligarcas para enarbolar las causas revolucionarias, que más temprano que tarde los encumbró en la nueva categoría social de la burguesía moderna. A esa oleada revolucionaria se sumaron todas las estructuras sociales, iglesia, milicia, empresarios… La confirmación de esta fortaleza simbólica se concretó en el control del poder, con lo que nadie podía "ser" sin ser revolucionario. Hasta el momento, un viejo chiste político dentro de los corrillos mexicanos cuestiona, “¿quién que es alguien no es del PRI?”

Desde este punto de vista, una revisión superficial del movimiento explicaría que la Revolución fue más un reclamo de la burguesía urbana (sostenida por su producción agraria) que de sectores obreros desprotegidos, que en todo caso, sin muchas opciones, engrosaban las filas dirigidas por la élites. Comparada con la Independencia de México, cien años atrás, la Revolución es --para decirlo en términos de Jürgen Habermas-- “un proyecto inconcluso”. La aparición del 1810 independentista fue el principio de una consumación largamente esperada, que tendrá su concreción monumental (su síntoma positivo en términos de apropiación histórica para la sociedad) al menos en el documento conocido como Los sentimientos de la nación, de José María Morelos y Pavón, apenas dos años después del alzamiento del cura Miguel Hidalgo. El movimiento revolucionario-agrario, representado simbólicamente por Francisco I. Madero (que escribió un programa electoral, La sucesión presidencial, no un documento nacional), tardará siete años en generar el acta de la Constitución Política Mexicana, y no firmada por Madero sino por Venustiano Carranza, un personaje muy parecido al mismo Madero. Sus orígenes, sus proyecciones y sus preocupaciones, estaban instalados en la concepción del progreso de la burguesía, sin demasiada claridad en la construcción ideológica del proyecto revolucionario.

En este trayecto, la obsesión revolucionaria, a falta de un sustento ideológico que realmente la cohesionara, devino en las urgencias de grupúsculos encontrados. El tic nervioso será permanente en toda la obsesión del imaginario mexicano por definir su Revolución: las muchas fundaciones del partido oficial revolucionario (al menos cuatro de manera institucional a lo largo de sus 80 años de vida, es decir, una refundación cada dos décadas) y, al mismo tiempo, la aparición de diversas instituciones políticas que “de verdad” reivindicarían los postulados de la Revolución. En este sentido, los hipotéticos postulados de la Revolución se diseminaron en una multitud de partidos políticos: Partido Revolucionario de los Trabajadores, Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, Partido de la Revolución Democrática… O en aquellos que intentaron, si quiera en el rótulo, definir a la Revolución: Partido Socialista Mexicano, Partido Comunista Mexicano, Partido del Trabajo.

Durante casi todo el siglo XX, el poder simbólico de la Revolución se ocupó de México, a tal grado que eliminó o atrajo cualquier otro sistema simbólico, ajeno al revolucionario. Un dominio total, parecido a una violencia simbólica pasiva o por absolución, que derivó en ligeros alzamientos radicales de otros sistemas ideológicos. Los movimiento surgidos a lo largo del siglo XX, trataban de vindicar los supuestos principios ideológicos de la Revolución, por lo que terminaban seducidos --como si lo alimentasen-- por el Estado, incluyendo los movimientos extremos opuestos (católicos, nacionalsocialistas o comunistas) que, paradójicamente, llegaron a ser reivindicativos de los postulados revolucionarios.

México fue un país gobernado por el Partido Revolucionario Institucional que, como su nombre lo indica, era la legitimización de la Revolución Mexicana, establecida como un Estado oficial, como la gran representación social de esa nación. Pero, cuando había discrepancias sociales, eran porque había sectores que consideraban que el estado revolucionario no representaba a la Revolución, y por lo tanto había que postular a la verdadera Revolución Mexicana. Incluso en el alzamiento armado del estado sureño de Chiapas en 1994, el movimiento indigenista recuperó la imagen de Emiliano Zapata para exigir sus derechos y el reconocimiento político de los indígenas de esa región. Representado por un icono revolucionario, este movimiento no reivindicaba los principios por los cuales Zapata participó en la lucha de la Revolución Mexicana, el de una reforma agraria que permitiera a las clases marginadas acceder a un trabajo bien remunerado en las labores del campo, sino una exigencia indígena, tema que por cierto nunca apareció en las proclamas revolucionarias de 1910.

Pero incluso en estos aspavientos, el principio que animaba a los grupos subversivos era legitimar el movimiento revolucionario, del que se sentían portadores. Si en México había discrepancias con el poder, era por la ansiedad social de reivindicar a la “verdadera Revolución Mexicana”. En realidad, esta obsesión acompañó a todo al movimiento desde su aparición, más como una necesidad de autoafirmación que como la teoría y praxis de un principio dialéctico. Era necesario explicar ideológicamente una lucha que abundaba en imágenes, iconos y símbolos, pero que carecía de valores ideológicos profundos. Se demandaba, pues, algo demasiado efímero, la construcción de una ideología a partir de las imágenes difusas de un pueblo, dirían, alebrestado: huestes de campesino se iban “con la bola”, esa caravana de pistoleros que avanzaban sin rumbos muy definido, al grito de “¡tierra y libertad!”

En principio habría que destacar la multiplicidad de variantes simbólicas que propició la Revolución. Ante la ausencia de un principio ideológico estable, la maleabilidad del concepto atenuó una pragmática anómala, y permitió la libre teoría y praxis de la revolución misma. El momento caótico de esta indefinición fue la imposibilidad de --en la creación de un “Estado revolucionario”-- ofrecer la posibilidad de participar políticamente en el desarrollo del Estado mismo. La inercia social permitió la gestación de un Estado revolucionario hegemónico, que sustituyó las formas autócratas del poder del siglo XIX. Una metamorfosis de la figura patriarcal transformada en institución. La presidencia se hizo linaje institucional, desfile de revolucionarios en la silla mayor.

Así se pueden ubicar dos problemas. La indefinición ideológica establecida por el ambiguo concepto de revolución en México y la inexistente inclusión hegemónica de todos los sectores que suponen integrar una misma nación, que posteriormente fueron atraídos por otros aparatos estatales. Esto derivó en un paulatino agotamiento de los símbolos endebles de la endeble Revolución, que a decir verdad tampoco alcanzó la penetración social esperada. La aparición de movimiento adversos a la Revolución, ya no reivindicadores sino abiertamente contrarios, demuestra hasta qué grado los símbolos de la Revolución se debilitaron. Dos síntomas finales confirmaron el agotamiento de los símbolos revolucionarios, carentes de nutrimentos ideológicos: su uso en manifestaciones abiertamente reaccionarias. En su momento, Vicente Fox Quezada, el candidato a la presidencia del Partido Acción Nacional, integrado por las clases política conservadora de México, que logró vencer los 75 años de hegemonía del priismo mexicano, llegó a proclamarse seguidor de los líderes revolucionarios. El segundo síntoma fue el desprestigio fomentado en las instituciones creadas por la Revolución, como la Secretarías de Estado y los gremios sindicales, acusadas de esclerosis funcional, corrupción, ineptitud e ineficacia.

Precisamente, a partir de la composición más concreta del proyecto, la fundación del Partido Revolucionario Institucional, encabezada por el presidente Lázaro Cárdenas, la diseminación de la ilusión estableció principios de realidad. La promesa del “oro negro” del petróleo sedujo a las economías internacionales que invitaron a México --¡al fin!-- a participar en el banquete de las civilizaciones. El país, siguiendo la fórmula anterior, prolongó los sueños de la tribu revolucionaria: a la expropiación del petróleo devino el milagro del campo… hasta que los sesenta cuestionaron las ilusiones de la década anterior. Demasiado temprano para hablar de un amanecer convulso, pero muy tarde para percatarse que los sueños de la razón engendran monstruos.

Los setenta concluyen con la resaca de las ilusiones. Como en las frustraciones amorosas, todos los síntomas correspondieron a una depresión en proceso: dolores de cabeza, fiebres, apatía, malestar corporal… que se traducen en las anomalías del capitalismo tardío, en principio, sólo encumbradas en sectores opuestos y extremos; la corrupción sólo era visible en algunos oligarcas políticos o en segmentos de los cinturones de la pobreza. Eran síntomas de un problema que, a pesar de su evidente contradicción socioeconómica, la hipocresía social impuso como respuestas al hambre, cuando eran señales de otras necesidades sociales.

Una sociedad que no sabe administrar su poder termina por desearlo todo. Pero no es un mutis moral, por el contrario, es una crítica en busca del planteamiento de problemas. En buena medida se trata de plantarnos de frente para mirarnos de cuerpo completo: una pierna es una familia de narcotraficantes, la otra pierna es la de los secuestradores, un brazo son los falsificadores, el otro son los asaltantes, en medio todos los que no podemos, o no queremos, o no hacemos nada, y encima el gobierno que lo solapa todo. Incluso cuando queremos hacer auto crítica terminamos por matizar demasiado: dibujamos la imagen del mexicano como ese gran solitario que mira el abismo de la Barranca del Cobre, más cercano a un dalai lama reflexionando sobre el mundo, que otra viñeta que nos pertenece: la del africano desnutrido que aparece en National Geographic.

De la sintomatología maligna del liberalismo frustrado apareció lentamente el narcotráfico, máxima frustración de las ilusiones no sólo revolucionarias, sino de un país que se asumió a partir de sus propios prejuicios como la alternativa más sincera al primer mundo. Y aquí cabría una reflexión cultural sobre toda la estética de la sinceridad fomentada por la cultura mexicana: desde los poemas de Amado Nervo, hasta las canciones de José Alfredo Jiménez, pasando las afirmaciones populares sobre la expresión de las verdad (neta, verdadedios, te lo juro, poresta, por mi madre…), las variables sobre los juramentos, las proverbiales telenovelas y las varias construcciones retóricas que la sociedad mexicana utiliza para autoafirmarse como honestos.

Esta correspondencia entre frustración equivalente a anomalía del capitalismo tardío (corrupción, crimen organizado, narcotráfico…) y pérdida de las ilusiones, aparece con plena brutalidad a medidos de los noventa, justo al término del mandato del cada vez más paradigmático sexenio de Carlos Salinas de Gortari. Entonces se diseñó la percepción de una nación incorporada al primer mundo, apenas se firmó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos de Norteamérica y Canadá, y se elaboró el programa de desarrollo social denominado Solidaridad, estructurado bajo los preceptos de la Democracia Social impulsada por los políticos del periodo presidencial de Salinas de Gortari. La crisis inmediata al término de dicho sexenio -- a su manera, la primera de las grandes crisis globales con las que inició el siglo XXI-- fue un reflejo abrupto de la frustración de la política económica mexicana frente a la vorágine de la economía norteamericana, institucionalizada en los dos lados de la frontera norte de México, que terminaron por aumentar la sintomatología patología: los males del capitalismo se extendieron. Los polos anómalos de la sociedad se cerraron hasta convertirse en sectores, ambos, contagiados por la frustración patológica de un país desilusionado, deprimido, que pululó sólo enfermedad: narcotráfico, crimen, corrupción…

domingo, 9 de enero de 2011

Blue monday/ 18 de enero de 2010


Cantan pájaros ligeros su amanecer nocturno.
La lluvia
se asienta en su breve tristura, se extiende
en tazas de café y en tabaquerías.

También mis pétalos caerían al vacío
si en esos edificios aún la lumbre fuera flores.

Pareciera que ya nadie cree
en un tronco calado
por el resoplar de un Dios
entristecido o alegre, por las variaciones del relámpago.

Pero vislúmbrala volver en su ternura.
Mírala saciar el frío
de una mañana y niebla,
aunque el diario diga que seguirá la lluvia.