lunes, 6 de diciembre de 2010

Ningún amigo me creerá...

Ningún amigo me creerá cuando le diga
que me he vuelto más viejo.
Los que están debajo de las piedras y me aman,
los desvalidos, los angustiados en la cama de fuego del amor,
los que se guarecen a la sombra de árboles distantes,
recordarán mi espalda como un alto farallón de mediodía.

Primero era la casa que tuve frente al mar,
entre los árboles que el sol teme, en el abismo
propio de este llanto gozoso, en el diamante
diurno del sudor. Era mi casa una isla descansando
en un verano permanente, eran ventanas que se abren
como dos pupilas. En el brazo largo del corredor marino,
qué desolación llegaba después de la alegría acumulada.
Cuánto verano, una y otra vez, se estremecía en los fruteros
y en los hombros de magníficas muchachas.

Primero era la casa, la memoria, la palabra
como un secreto aprendido a plena luz del día,
luminoso y breve como un beso en la frente,
guardado con bravura entre el corazón y el pecho.
La palabra que habrán dicho mis abuelos,
y que me escribe orgullosa con un orgullo alto
que ensombrece al cielo. Un terrible guayacán
montaña arriba. Un salto de ocelote viejo,
aún más alto. Ea, ea, ea, escuchen el bellísimo español
de mi abuela, cuando deja en piel mansa
la amenaza de las fieras. Ey, el silbar del curricán
sobre la espuma y la arena, mi abuelo
funde agua con las piedras. Ea, esta desesperada
sensación que uno siente cuando escribe
un verso en español capaz de someter a la tormenta.

Y eso era todo. Llegaban mis amigos
a recoger violetas, espléndidos geranios, silenciosas perlas.
Ellos venían con el trópico a cuestas, o se les veía llegar
con el trópico vibrando en sus piernas. Y el día era más limpio,
una hoja purísima de poesía cantando, de cuánta claridad estaba llena.
Llegaban desconocidos, sombras de envidia, sombreros deshilachados,
piernas, sonrisas escondidas, todos llegaban
a la terraza para contemplar el paso de la vida.
Y en mi casa, la única, se bebía ron o agua de frutas
y se apagaban con el sol la luz de las linternas.
En la solariega mansedumbre de los días de fiesta,
entraba un poeta con un aterrador aliento a mar,
dejando mar en sus huellas. Entraba un amigo,
unas rosas delirando en las venas, daba tumbos su delicado nombre
en nuestras lenguas, donde la soledad crecía dura y lacerante como espina.
Y él descalzo, con el corazón descalzo, avanzaba sobre el fuego, entre las llamas
para inquietar a las sirvientas. Llegaba un caballo vigoroso disfrazado de nostalgia
para atrapar con su lomo los ríos de la selva. Era mi amigo que cultiva en su herencia
un poco de amargor para alegrar las fiestas.

Era todo. La casa del día se iluminaba con mujeres, siemprevivas,
con panderetas, con siringas. Y cuando la zafra lloraba su pena negra,
cuando el día endurecía el humo de sus ojos, las muchachas
corrían como buscando espasmos, bebiendo en cocoteros
algo, alguna cosa, un recuerdo al menos que dijera el semen de marinos.
Ellas iban calle arriba tras el llanto de los hombres. Ellas recogían
el licor de nuestro llanto, y lo untaban al cabello mientras el aire
se llenaba de pescados, de mariscos, de carne y de manteca.
Y eso era todo. El cielo encendía su bocanada silvestre
y sosegaba el calor su sed con el agua oscura de las nubes,
y la casa era un silencio para el feliz letargo de las moscas.

De noche en noche también llegaban
noticias de malaria. De vez en cuando
estallaban espléndidas primaveras, como si nadie lo supiera.
Y el mar tendía otra vez su sábana salina,
y en la sombra letal de los caudales,
soportando el arribo de la ventisca,
verdes de tanto trópico enfebrecido, las jóvenes parejas
se acostaban a destilar la suave luz del ojo en la mirada de otro,
y a cosechar limpiamente el amor entre sus muslos.

Eso era todo, amada lengua, casa de la memoria
y los pericos. Eso era todo, elegante palmera.
Buena mano de tierra llena, todo era sencillo, como la pasión
meciéndose en nubiles pechos, en la piel, en los fruteros.
Hachazo en el cedro, qué más, fuego al musgo seco,
oh ceiba, oh tabachín de mil lenguas, oh mediodía que lanzas
perfectos gritos diamantinos a la frente de tus hijos, qué más
agua total. A qué llorar con el aullido solo y ambarino de los grillos.
Otoño, madreselva, árbol de pan. Qué más si era todo,
si todo era, oquedad de silencio verde corriendo en medio de la selva.

Desde esta altísima ceguera donde escribo.
Desde esta noche altísima en que me bebo solo.
Desde este dolor clavado en mi sombra.
Desde este lamento en que la luz se aleja,
este mar turbio del sueño diario, ácido en las venas.
Ningún amigo me creerá cuando le diga
que me he vuelto más viejo. Que hubo días
de tal remordimiento, que olvidé sus nombres y sus fechas.
Río, no te detengas.

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