lunes, 13 de diciembre de 2010

Las bondades


Loadas sean las costas. Las huellas que siembran las muchachas, sus sombreros de paja. Loadas las guitarras, las sandías, tocando el crepúsculo y el alba. Salve la desnudez, el nácar, los animales marinos que nutren su lengua ominosa en la espuma. Loado el reflejo del sol, luz de un lirio sobre el agua. Y las sonatas de membrillo en la sonrisa de los niños. Salve el primer día de fuego en los campos, los frutos que iluminan dulcemente los surcos. Loadas sean las hojas y las costras privadas de la Madreselva. El perfume total de los Pinos, su arrogante belleza. Salve la magia del batallón, las Orquídeas, el Musgo vivo. Loada la plaza que se alfombra con golpes de naranjas. Salve la casa que el tiempo deforma con el viento. Los violines de la tarde que vienen al bostezo. Loada la paciencia de los rezos, las manos del abuelo. Loado el hombre que cuenta con los dedos del cuerpo su número de hijos. Loadas las bestias que avanzan con paso divertido, detrás de otras bestias con el yermo florido. Salve al deseo, al cinturón, al arco, a los sexos. Loado el rojo de las manzanas, el jugo y la pulpa semejantes al instante en que la sed y el hambre pierden sentido. Loada sea la muerte de todo esto, que es el aguanieve constancia del ciclo. Loada ya la luna, el fin del lapis con que escribo, la luna oscura de un entierro, enterrada en el pecho como hoz, línea curva que parte al firmamento oscurecido. Loado el seco rumor del espejismo que refleja la línea del cuchillo. Loado quien sepa que ahora mismo, la vida es también grande y pequeña, ahora mismo.