sábado, 2 de enero de 2010

Año nuevo en Dublín


Para la trinidad de Carlos, Jhonjairo y Juan Carlos,
por su sonrisa fraternal



Son las cuatro treinta de la tarde y cae la noche sobre Dublín. El río Liffey es apenas una lengua de agua oscura, una vena azul dividiendo el cuerpo vigoroso de la ciudad, y sobre sus bordes los primeros heroinómanos y los últimos deportistas caminan hacia ningún lado para despedir al día. Estas aguas nacen en Wicklow, tierra de fundación (las piedras rojas más antiguas de la tierra están ahí), y más allá de Dublín las aguas del río se irán hasta internarse en el Mar de Irlanda; más allá su nombre terminará por perderse en las aguas gélidas del Mar del Norte.

Las chimeneas encienden su hálito de humo sobre los cuatro niveles de los edificios, cortados con filete plano o en dos aguas, de toda la ciudad. A las siete de la tarde, cuando el frío deja marcas rojas en las mejillas, sobre Capel Street ya se animan los restaurantes asiáticos, venidos de las regiones más variadas: un pato chino tal vez, aderezado con salsa de cacahuate y cebollín; un cocido koreano sobre un asador de granito donde rebozan gambas y cortes de ternera; un kushiakatsu japonés con pimientos, pollo y arroz. Pero en Capel Street, además del corazón bondadoso de nuestros amigos, bullen las sexshops y las tiendas raftari donde venden ilusiones para soñar un horizonte lejano más amplio.

Una hora después la oscuridad es absoluta en Temple Bar o en Porterhouse Pub. Ahí reunidos, con la voz cavernosa y la guitarra armónica de Cristy Moore de fondo, los parroquianos intercambian palabras con una Guinness, un Jameson o una Temple Bräu, orgullo de Irlanda. Llegan cargados de las últimas compras en Brown and Thomas, con bolsas que todavía muestran las marcas de Penneys, que habrán mercado en el bullicio comercial de Grafton o Henry Street.

En tanto se hacen las nueve, sólo por no dejar, tendríamos que detenernos en uno de los tres niveles de Bewleys, al centro de Grafton, para probar un café corriente o el delicioso café irlandés, con un cuarto de whiskey, por dos partes de café y una punta más de crema batida. La pizca de azúcar necesaria para endulzar la vida. Pero para los enfermos nada mejor que un té de whiskey caliente, en el que se hunde una rodaja de limón perlada por aromáticos clavos de cocina.

Son las nueve y cuarto de la noche. La oscuridad debajo de Dublín es menos que la oscuridad de arriba de Dublín. En la vieja laguna, que ahora es Dubhn Lihn Gardens, las gaviotas buscan su antiguo aposento de ciénega y musgo, en los basamentos del Castillo. Al otro costado, los vestigios de la suave y firme caligrafía del antiguo irlandés (aún tendrán suficientes muestras del gaélico del Norte?) son resguardados bajo la fachada victoriana del Trinity College. De un lado a otro, los jóvenes irlandeses caminan sin prisa sobre Dame Street hasta el puente cuadrado de O’Connell Bridge.

En su blanca luz artificial, la Casa de Gobierno de Merrion Street hace compañía a los jardines de Merrion Square, donde un travieso y colorido Oscar Wilde guiñe un ojo a los visitantes más inquietos. Las diez de la noche de la Catedral de Cristo alistan su sonido de mil años, saludando de lejos a la Catedral de San Patricio, fabulosa en su arquitectura medieval y gótica, con visos fúnebres en los vitrales azules y rojos. El tiempo cerca a Dublín, y en esta calle, en esta hermosa calle de Merrion, conviven los estilos georgianos y victorianos como si fuera ayer la historia que hoy nos prepara el camino.

Hace buen tiempo para ser el invierno en Dublín, y la luna llena es un augurio positivo para la noche, ya entrada en su totalidad cerca de las doce. Para festejar la noche vieja, alguien habrá preparado moussel soup con mejillones frescos en una crema de pescado aderezada con verduras y hierbas; alguien más se aventuró con el clásico salmón ahumado o el irish swet de una cacerola con cordero, cebollas y perejil, cubierto con papas.

Los irlandeses, como los mexicanos, ahuyentan las malas vibras con comida casera y bebidas.

Pero sobre todas las cosas, esta trinidad que nos ha dado la bienvenida. San Patricio, domador de serpientes, líbranos de la lengua enferma y permite la astucia debajo de nuestro cuerpo de palomas. Santa Brígida, madre de la paciencia, cobíjanos con tu manto de sabiduría para comprender los cambios y las metamorfosis. Verdugo de los monstruos, San Columba, ayuda a controlar los fantasmas que descansan en mi interior, y a los otros que vendrán a convocarme. Santos patronos de Irlanda, dennos ustedes buena señal para empezar el año nuevo.

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